Columna de opinión escrita por Feline Freier, directora de la Cátedra IDRC de Investigación en Migraciones y Desplazamientos Forzados de la Universidad del Pacífico, para El Comercio (Perú)
La movilidad humana en América Latina parece encapsulada en varias crisis humanitarias. Son crisis humanitarias que obligan a personas a abandonar sus hogares, y son crisis humanitarias que se generan por la falta de cooperación entre países receptores. Veamos dos ejemplos:
En el sur, en la “tierra de nadie” entre el Perú y Chile, cientos de personas refugiadas y migrantes, incluyendo mujeres embarazadas, niños y adultos mayores, se encuentran varadas a la intemperie con poco acceso a alimentos, agua y asistencia sanitaria y, además, están en medio de las condiciones climáticas extremas propias de dicha zona fronteriza. Las autoridades peruanas no les permiten ingresar debido a que muchos no cuentan con los documentos requeridos y las autoridades chilenas tampoco las reciben de vuelta. La mayoría de estas personas son venezolanos que buscan regresar a su país, pero también hay colombianos, haitianos y hasta peruanos que no logran volver a casa. Ante la desesperación, se han presentado enfrentamientos, bloqueos de carreteras y agresiones contra las fuerzas policiales.
Hacia el norte, entre Colombia y Panamá, miles de migrantes de Sudamérica, el Caribe, África e incluso Asia, arriesgan sus vidas atravesando el infierno de la selva del Darién por falta de visas o recursos económicos para llegar directamente a Centroamérica: balanceándose por trochas empinadas, soportando temperaturas de más de 36 grados, enfrentando ríos embravecidos, animales salvajes y organizaciones delictivas que los extorsionan, violan y matan. El riesgo de perder la vida es tan alto que esta zona ha sido descrita por la prensa internacional como la trocha que se convierte en cementerio.