Las fronteras de América Latina

Columna de opinión escrita por Feline Freier, directora de la Cátedra IDRC de Investigación en Migraciones y Desplazamientos Forzados de la Universidad del Pacífico, para El Comercio (Perú)

La movilidad humana en América Latina parece encapsulada en varias crisis humanitarias. Son crisis humanitarias que obligan a personas a abandonar sus hogares, y son crisis humanitarias que se generan por la falta de cooperación entre países receptores. Veamos dos ejemplos:

En el sur, en la “tierra de nadie” entre el Perú y Chile, cientos de personas refugiadas y migrantes, incluyendo mujeres embarazadas, niños y adultos mayores, se encuentran varadas a la intemperie con poco acceso a alimentos, agua y asistencia sanitaria y, además, están en medio de las condiciones climáticas extremas propias de dicha zona fronteriza. Las autoridades peruanas no les permiten ingresar debido a que muchos no cuentan con los documentos requeridos y las autoridades chilenas tampoco las reciben de vuelta. La mayoría de estas personas son venezolanos que buscan regresar a su país, pero también hay colombianos, haitianos y hasta peruanos que no logran volver a casa. Ante la desesperación, se han presentado enfrentamientos, bloqueos de carreteras y agresiones contra las fuerzas policiales.

Hacia el norte, entre Colombia y Panamá, miles de migrantes de Sudamérica, el Caribe, África e incluso Asia, arriesgan sus vidas atravesando el infierno de la selva del Darién por falta de visas o recursos económicos para llegar directamente a Centroamérica: balanceándose por trochas empinadas, soportando temperaturas de más de 36 grados, enfrentando ríos embravecidos, animales salvajes y organizaciones delictivas que los extorsionan, violan y matan. El riesgo de perder la vida es tan alto que esta zona ha sido descrita por la prensa internacional como la trocha que se convierte en cementerio.

¿Lucha contra la inseguridad o contra los migrantes?

Columna escrita para El Comercio por Oscar Rosales, investigador de la Cátedra IDRC de Investigación en Migraciones y Desplazamientos Forzados de la Universidad del Pacífico, y Andrés Devoto, investigador Asociado del Grupo de Investigación en Urbanismo, Gobernanza y Vivienda Social CONURB PUCP.

La semana pasada se publicó la Ley 31689, que modifica las condiciones para que los migrantes puedan alquilar una vivienda en el Perú. Esta fue aprobada por insistencia en el Congreso de la República luego de que el Ejecutivo la observara y tras recibir numerosas críticas de la sociedad civil. Incluso, la Defensoría del Pueblo ha comunicado que presentará una acción de inconstitucionalidad contra esta norma. Esta ley ha creado una nueva obligación para los arrendadores de inmuebles: deben exigir a los migrantes (tanto al posible arrendatario como a quienes vivirán con él) que demuestren que se encuentran legalmente en el Perú. No solo eso: los arrendadores deben informar a la Superintendencia Nacional de Migraciones qué extranjeros vivirán en sus inmuebles.

La razón por la que se han hecho estas modificaciones la encontramos en su título, que revela que fue aprobada “en el marco de la seguridad ciudadana”. En la sustentación de la norma, la congresista Maricarmen Alva explicó el razonamiento de sus impulsores: “Es importante que los extranjeros […] puedan identificarse y, además, consignar su domicilio en nuestro país, a fin de que en el caso hipotético de que cometieran alguna falta o delito se pueda hacer una idónea investigación fiscal conjuntamente con la Policía Nacional”.

Inmigración y nueva gestión municipal

Columna escrita para La República por Feline Freier, Soledad Castillo y Oscar Rosales de la Cátedra IDRC de Investigación en Migraciones y Desplazamientos Forzados de la Universidad del Pacífico.

Con casi 1.5 millones, Perú es el segundo país de acogida para migrantes y refugiados venezolanos. Lima alberga más de un millón de ellos, lo cual representa el 10% de la población de la ciudad. Nuestra capital ya es la ciudad con la mayor población de migrantes venezolanos fuera de su país. Y si incluimos las urbes de Venezuela, Lima es la quinta ciudad con mayor población venezolana en el mundo.

En el contexto de la prolongada crisis política interna, los migrantes y refugiados venezolanos se han convertido a menudo en chivos expiatorios a los cuales culpar de los problemas como el desempleo y el aumento de la inseguridad. Esto último a pesar de que las denuncias contra ellos representan menos del 1.5% del total de las reportadas por la PNP y que, en proporción, reciben menos denuncias que las personas de las demás nacionalidades juntas (incluyendo la peruana).

No es extraño, entonces, que la gestión migratoria formara parte del debate entre candidatos municipales. Elizabeth León (Frente de la Esperanza) planteó un lamentable empadronamiento de ciudadanos venezolanos como medida preventiva del delito. De manera similar, Omar Chehade (Alianza para el Progreso) se mostró partidario de exigir a los centros comerciales que proporcionen datos de sus trabajadores extranjeros. Sorprendentemente, Rafael López Aliaga enfocó el tema de manera diferente en su plan de gobierno. Propuso implementar un “Plan integrador contra la delincuencia común” abierto a la participación de vecinos peruanos y extranjeros. Este enfoque es positivo, porque, en lugar de culpabilizarlos, busca comprometer a los migrantes con la seguridad de la ciudad en la que ellos también desarrollan sus actividades cotidianas.

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